Pues creo que mis padres tienen razón, y que estos quince días en los que no podemos salir de casa, que probablemente acaben siendo más de quince días, son el momento perfecto para darle un poco de vida a mi pobre blog abandonado. Este diario de cuarentena que voy a empezar será, además de una forma de entretenimiento, una manera de recopilar esta simulación en la que se ha convertido nuestra vida. Cuando este momento pase a los libros de historia (porque pasará a los libros de historia), esto será como una especie de Diario de Ana Frank menos duro, peor escrito, y con menos éxito.
Pongámonos en situación: hace una semana y un día yo estaba en Madrid. Un lunes como otro cualquiera. Tuve un examen, que, para mi sorpresa, me salió mejor de lo esperado. Después decidí concederme todo el día para mí, y dedicarme a hacer esas cosas que no se pueden hacer cuando se está estudiando para un examen. Así que fui a tomar algo con la gente de clase antes de comer. Estuve haciendo un trabajo de clase en la terraza con una amiga, en pantalones cortos para ponernos morenas, porque hacía un día precioso y un sol de esos que calientan de verdad, casi como en verano. Por la tarde fuimos a dar una vuelta por Malasaña: nos metimos en una librería, vimos el escenario en Callao del concierto de Morat que acababa de terminar, y probamos unos gofres estupendos, maravillosos y un poco caros de Chueca.
Hace una semana y un día, yo estaba viviendo un lunes sin más. Un día cualquiera. Tenía mis planes futuros: el martes empezaría a estudiar para el examen de Embriología, el fin de semana me iría a Granada con el colegio mayor, la semana siguiente seguiría estudiando, el jueves haría el examen, descansaría por la tarde, y el viernes comenzaría a estudiar para el siguiente. Todo como siempre. Igual que los anteriores seis meses e igual que los próximos tres.
Fue en una tienda aleatoria de segunda mano de Malasaña donde empezó la locura. Cuando encendimos el móvil, teníamos cinco mil mensajes del grupo de Medicina. Se suspendían las clases en Madrid hasta el 26 de marzo. Nos llamaron nuestros padres, casi como en sincronización. Mi madre me dijo que ya me había sacado un billete para el miércoles. Mi contestación: "Pero mamá, si yo el fin de semana me voy a Granada". Qué ingenua.
Después de eso, la situación de surrealismo solo aumentó. En el colegio mayor nos reunieron esa noche por plantas para informarnos de que, por el momento, el colegio seguiría abierto, aunque todos éramos libres de irnos a casa si así lo deseábamos. Evidentemente se suspendía el viaje a Granada.
En un primer momento casi todos teníamos la intención de quedarnos, por esto de no llevar el virus a casa. En nuestra mente, nos esperaban dos semanas de fiesta y diversión en el colegio mayor. La gente se fue a por provisiones de cerveza, que no papel higiénico, y los 15 días que nos quedaban por delante prometían.
Pocos padres estaban de acuerdo. Poco a poco, el colegio se fue vaciando. En el comedor pusieron turnos para comer, y nos sentábamos en zig zag, para que si estornudábamos no se nos cayera encima el coronavirus del de enfrente. En aquellos momentos, yo todavía seguía esperando a que alguien señalara la cámara escondida y nos dijera que todo era un experimento social a lo El show de Truman, y que ya podíamos volver a la normalidad.
La vuelta a casa fue tranquila. En el aeropuerto casi vacío todo parecía normal. Solo se veían pequeños grupitos de gente con mascarilla aquí y allá. De vez en cuando se oía la palabra coronavirus en el ambiente. Poco más.
Yo llegué a Gran Canaria con la ilusión de ir mucho a la playa y volver como si hubiera pasado un verano exprés: morena y sin ojeras. Con la intención de ver a mis amigos en sus ratos libres, porque ellos seguían teniendo clase. De hacer caminatas con mi familia, ir a comer con mis abuelos una vez estuviera segura de que no había contraído el virus.
Pero el miércoles llegué de Madrid, me metí en mi casa, y no he vuelto a salir desde entonces. Al principio porque mis padres me dijeron de esperar unos días para asegurarnos de que no estaba contagiada. Ahora, a esta razón se le suma también el estado de alarma, que no te deja salir a no ser que sea para ir sacar al perro, ir a comprar comida o ir a hacerte unas mechas a la peluquería. Todavía no han pasado mis 15 días de cuarentena y, tampoco tenemos perro, así que aquí sigo.
Estos días he dormido bastante. Creo que la parte de "no ojeras" sí voy a conseguirla. También he aprovechado para hacer cosas que llevaba mucho tiempo diciendo que haría (como escribir en el blog, jeje). Hemos jugado a juegos de mesa, dado clases de salsa y bachata en el salón, visto películas y capítulos de Friends, y hecho videollamada con personas varias.
La parte de dar las asignaturas de manera no presencial está resultando toda una aventura. Hoy he tenido mi primera clase por videoconferencia y ha sido, cuanto menos, una experiencia divertida. El momento en el que los hijos de mi profesora han empezado a chillar y pelearse por detrás, y ella se ha dado la vuelta para decirles que se callaran porque les estaban oyendo 80 personas ha sido, sin lugar a dudas, la mejor parte de mi día.
Nadie diría que ese lunes cualquiera que pasamos en la calle, entre personas que no eran nuestra familia directa, con un tema de conversación diferente al del coronavirus, fue hace tan solo una semana y un día. En qué momento se ha convertido nuestra vida en semejante simulación.
Me despido con una foto de la lasaña que hicimos mi padre y yo el otro día, para hacerles la cuarentena un poco más amena. Nos vemos pronto.