jueves, 30 de abril de 2020

Día 50 de cuarentena: Cuando se convierte en rutina

Cuando todo esto empezó, sentía que estaba viviendo en un reality show. Que en cualquier momento alguien me iba a señalar la cámara escondida y me iba a decir que todo era una prueba para ver como la humanidad reaccionaba ante una pandemia mundial. Al principio de todo, en los momentos entre clases virtuales y juegos de mesa, miraba mi vida, la vida de los demás, y me parecía increíble, surrealista, que hubiese cambiado tanto en tan solo unas semanas.

Odiaba la incertidumbre, el no saber qué iba a pasar. Odiaba echar de menos. Solo poder ver a personas a las que necesitaba abrazar a través de una pantalla. Tenía, como supongo que teníamos todos, un poco de miedo, un poco de nervios, un poco de todo. En realidad, tenía tantos sentimientos que me costaba identificarlos por separado. Tristeza por estarme perdiendo los viajes y las fiestas, nerviosismo por la situación y la universidad, pena por los que lo estaban pasando mal, rabia por cómo se estaban gestionando algunas cosas, impotencia ante la imposibilidad de hacer algo. 

Y en medio de todo eso, un poquito de ilusión también. No tanto ilusión porque estuviera pasando, sino por estarlo viviendo. Porque, como decíamos al principio, cuando se suspendieron las clases en Madrid y pensábamos que a los dos semanas estaríamos de vuelta, "estábamos viviendo algo histórico".

Fue en parte por eso por lo que decidí retomar el blog. Porque quería plasmar ese "algo histórico" de alguna manera. Contar mi experiencia a lo diario de Ana Frank, sin el componente trágico. Pero llega un momento en el que hasta las cosas históricas, las que nunca nadie pensó que pudieran pasar, las que parecen salidas de un programa de televisión, dejan de ser especiales. Le pasó a Ana Frank y nos ha pasado a nosotros.

Cincuenta días después, no me parece raro no salir a la calle, no tener planes los fines de semana más que limpiar la casa los domingos. Las cifras de muertos y contagiados se han convertido en un número ante el que nos sentimos casi indiferentes. Ya me sé todas las canciones que mi vecina pone a las siete, tanto las que me gustan como las que no. Antes me conectaba con tiempo a las clases virtuales, preparaba a mi alrededor todo lo que a lo mejor necesitaba, para no tener que levantarme de la silla y no perderme nada. Ahora enciendo el ordenador corriendo medio minuto antes, me olvido la mitad del material en el piso de arriba, y tengo que hacer un par de viajes por la escalera cada mañana. Ha llegado un punto en el que me parece normal quedar a través de la pantalla con mis amigos, hacer deporte en la terraza o en el garaje. Ya no es especial ir a tirar la basura, ni me sorprendo cuando alargan el confinamiento 15 días más. Me he acostumbrado ya a las mismas tres camisetas. A ponérmelas, lavarlas, y volvérmelas a poner. A no preocuparme por mis pelos de loca (tampoco lo hacía mucho antes) ni por mis outfits no conjuntados. Me gustaría decir que también me he acostumbrado a las mascarillas, pero lo cierto es que me siguen pareciendo igual de incómodas que la primera vez. 

Pero menos eso, el resto de mi vida ha dejado de ser nuevo, diferente o surrealista. Los lunes son iguales que los jueves, cada domingo es idéntico que el anterior, y lo único que cambia es que el calendario de la nevera marca cada mañana un día más de cuarentena. Y en qué momento, estar encerrados en casa, se ha convertido en rutina.

A partir de pasado mañana se supone que podemos salir. Correr, pasear. Todos nosotros, y no solo los afortunados con perro o hijos pequeños. Un cambio en la rutina, en repetir lo mismo que llevamos repitiendo los últimos cincuenta días. Y parece que, poco a poco, iremos recuperando nuestra vida pasada. Los paseos por la avenida, las terrazas, las quedadas. Poco a poco, volveremos a otra rutina. A la de antes. La que, aunque no lo sabíamos, nos hacía felices.

sábado, 11 de abril de 2020

Día 31 de cuarentena: Gran Vía vacía

Dicen que los atardeceres de Madrid son tan bonitos por la contaminación. No sé si será verdad, o una de esas cosas que se repiten tanto que te acabas creyendo que lo son. Pero, si lo es, los atardeceres de está cuarentena tienen que estar siendo cada vez menos impresionantes. Cada vez menos gente se estará asomando a sus balcones para apreciarlos.

Hoy salí a comprar el pan para mis abuelos por primera vez desde que empezó la cuarentena. El camino hasta la panadería lo hice por unas calles vacías y silenciosas. Esas calles, que antes rebosaban de vida, ahora han dejado de hacerlo. Por esas calles hace no tanto correteaban niños, pasaban coches y guaguas, caminaban hombres y mujeres, algunos con más prisa que otros. Calles que antes estaban llenas de tiendas abiertas y bares a rebosar, ahora no son más que asfalto desierto salpicado de personas con mascarilla o perro. Cuando hoy me salté el semáforo y crucé, dio exactamente igual, porque no había ni un solo coche que pudiese atropellarme.

Es sobrecogedor pensar que todas las calles alrededor del planeta están igual. Vacías, muertas. Que Gran Vía ya no está concurrida, que ya no hay coches rodeando el Arco del Triunfo. Los anuncios de Times Square se proyectan para personas que ya no están ahí. No hay problemas de tráfico en Delhi o en Atenas, ni góndolas paseando por los canales de Venecia. El agua de las playas borró las huellas que se dejaron en la arena, y nadie volvió a caminar sobre ella para dejar unas nuevas. De la noche a la mañana, las personas desaparecieron del mundo. Se cerraron puertas, ventanas y, de repente, ya no quedó nadie.

Pero con las personas desaparecieron también los aviones que atravesaban las nubes, los coches que escupían humo al aire. Las fábricas dejaron de generar basura, los turistas de ensuciar las playas. Y mientras nosotros estábamos en casa tirándonos de los pelos, el mundo vacío empezó a recuperarse.

Los animales tomaron los territorios que antes eran suyos. Los cisnes de Venecia resultaron ser mentira, pero en el fondo de las aguas se distinguen ahora unos pececillos un poco feos de los que antes se desconocía su existencia. Peces que, algunos dicen, a veces están incluso acompañados de delfines. Hay osos caminando por la carretera, ciervos por la arena, pavos reales en los pasos de peatones de la capital.

Y sé que todo eso se perderá en el momento en el que nos dejen volver a abrir puertas y ventanas. Desde que nos dejen salir, lo haremos. El mundo volverá a ponerse en marcha de nuevo, y nosotros volveremos a poblarlo, a infectar sus calles. Gran Vía se llenará de gente, los turistas se pelearán por tirar monedas a la Fontana di Trevi. Habrá colas delante de la Torre Eiffel y del Big Ben. Los bares se llenarán de gritos, las discotecas de música. Y, con nuestro regreso, los cielos se volverán a cubrir de humo y las playas de plásticos. Se dejarán de ver los peces de Venecia. 

Sí, cuando volvamos, todo volverá a ser como antes. El mundo volverá a estar lleno de vida, de gente, y de suciedad. No puedo esperar a caminar por calles concurridas y ruidosas al lado de miles de desconocidos. A viajar en avión, a coger la guagua. Pero tampoco me importaría que, la próxima vez que me siente en la terraza a la hora de la merienda, el atardecer madrileño sea un poco menos brillante, un poco menos naranja. Un poco menos contaminado.
                                                                                                                  
                                                                                                                                               foto por Nick Tsinonis, Unsplash

miércoles, 8 de abril de 2020

Día 28 de cuarentena: Batas blancas

El lunes pasado hizo justo un año desde que decidí que iba a estudiar Medicina. Ya había estado rumiando la idea un tiempo, pero fue exactamente el 30 de marzo de 2019 cuando lo confirmé: si conseguía la nota, iba a estudiar Medicina. No tenía claro que fuera a ser la carrera de mi vida, no era desde luego mi vocación. Pero aquel sábado me di cuenta de que no quería no llegar a descubrirlo nunca. Aquel sábado decidí que, de entre todas las opciones, Medicina era la que más papeletas tenía para hacerme feliz.

Antes de empezar segundo de Bachillerato nunca me lo había planteado. Nunca jamás se me había pasado por la cabeza. Yo iba a estudiar Psicología. Y no porque fuese algo que hubiese deseado siempre, sino porque me parecía una carrera interesante, que podría gustarme, servirme en el futuro.

Habría estudiado Psicología, si no fuese por una clase de Biología en la que probablemente debería haber estado prestando más atención. Una compañera de clase que después se convirtió en mi amiga me preguntó que qué quería estudiar. Le dije que no lo sabía, porque aunque Psicología era la primera opción, no se sentía como la definitiva. Ella me contestó que yo parecía la típica que había querido ser médico toda la vida. Ese día de octubre me pregunté: ¿y por qué no? "Porque te da miedo la sangre.", contestó mi cerebro. Pero aquel miedo sin sentido no parecía ser una razón lo suficientemente buena para eliminar de la lista una carrera que podría ser mi carrera. Aquel miedo irracional, a vista de toda una vida haciendo algo que me gustase, parecía una cosa superable.

Lo planteé en la mesa de la cocina como quien no quiere la cosa, y lo hablamos largo y tendido muchas veces a lo largo de los meses. Antes de llegar a ese 30 de marzo, pasé por muchas fases. Por pensar que seis años eran demasiados (y los diez u once que son en realidad ya ni te cuento), por considerar que Enfermería podría gustarme más (por llegar a decidirme por Enfermería, de hecho). Por preguntarme a mí misma que si estaba loca cuando veía heridas en la tele y apartaba la vista sin poder evitarlo. Por empezar a esforzarme en no hacerlo, por intentar acostumbrarme a la sangre falsa de las películas. Por hablar con médicos y enfermeros. Por pensar mucho. Por leerme todas las carreras de España en ratos muertos entre clase y clase y durante ellas, tratando de buscar una opción mejor, aunque la mirada siempre se me acabase yendo a Medicina. Por tener miedo, porque todo el mundo dice que es una carrera vocacional. Y a mí me interesaba, pero no era mi vocación, no era mi único deseo, mi razón de vivir. Era una carrera, sin más. Otra opción. 

Ese 30 de marzo me decidí, entre otras razones, porque una chica rubia de tercero de Medicina me habló con pasión de la carrera. Me dijo una frase que no olvidaré nunca: la vocación se gana. Y lo dijo con tanta vehemencia y convicción que no pude evitar creerla.

Durante el primer mes de curso, pensé que me había equivocado. Iba a clase y no me enteraba de nada. Llegaba a casa, intentaba leer los apuntes con tranquilidad, y me enteraba de todavía menos. Y después veía a todo el mundo súper emocionado por haberle quitado grasa a un cadáver y yo echaba de menos esa supuesta vocación que sentía que debería tener. Porque me parecía interesante ver el cuerpo humano por dentro, pero no me habría quedado allí toda la tarde diseccionando un brazo sin notar el tiempo pasar. Yo, a las tres horas de oler a muerto, ya tenía ganas de que fuera la hora de comer.

No sé en que momento me enamoré de la carrera. Miento, en realidad sí lo sé. Fue mientras estudiaba la articulación del hombro. Un jueves cualquiera en clase de Anatomía a las ocho de la mañana, quedándome medio dormida mientras escuchaba a RV hablar de meniscos y ligamentos, e intentaba tomar unos apuntes medianamente decentes. Ahí, rodeada de personas que también se estaban quedando dormidas, sonreí y pensé: "Me encanta lo que estoy haciendo.".

Pero creo que ha sido durante estas últimas semanas cuando he encontrado esa vocación de la que tanto hablan. Me sorprendió lo que sentí en el momento en el que me dijeron que estaban contratando a gente de sexto para afrontar la situación que se nos viene encima. Envidia. Ganas de ser yo. No quiero estar en casa. Quiero estar caminando en bata blanca por los pasillos del hospital. Hablar con los familiares, atender a los pacientes. Quiero ser de las personas a las que van dirigidas los aplausos de las ocho. Y no por los aplausos, aunque a todo el mundo le gusta que le aplaudan, sino por todo lo que estaríamos consiguiendo. Por ser parte de ello.

La chica rubia de Alcalá de Henares tenía razón. La vocación se gana. Y creo que yo ya lo he hecho. Al parecer solo necesitaba una pandemia global para conseguirlo.