El lunes pasado hizo justo un año desde que decidí que iba a estudiar Medicina. Ya había estado rumiando la idea un tiempo, pero fue exactamente el 30 de marzo de 2019 cuando lo confirmé: si conseguía la nota, iba a estudiar Medicina. No tenía claro que fuera a ser la carrera de mi vida, no era desde luego mi vocación. Pero aquel sábado me di cuenta de que no quería no llegar a descubrirlo nunca. Aquel sábado decidí que, de entre todas las opciones, Medicina era la que más papeletas tenía para hacerme feliz.
Antes de empezar segundo de Bachillerato nunca me lo había planteado. Nunca jamás se me había pasado por la cabeza. Yo iba a estudiar Psicología. Y no porque fuese algo que hubiese deseado siempre, sino porque me parecía una carrera interesante, que podría gustarme, servirme en el futuro.
Habría estudiado Psicología, si no fuese por una clase de Biología en la que probablemente debería haber estado prestando más atención. Una compañera de clase que después se convirtió en mi amiga me preguntó que qué quería estudiar. Le dije que no lo sabía, porque aunque Psicología era la primera opción, no se sentía como la definitiva. Ella me contestó que yo parecía la típica que había querido ser médico toda la vida. Ese día de octubre me pregunté: ¿y por qué no? "Porque te da miedo la sangre.", contestó mi cerebro. Pero aquel miedo sin sentido no parecía ser una razón lo suficientemente buena para eliminar de la lista una carrera que podría ser mi carrera. Aquel miedo irracional, a vista de toda una vida haciendo algo que me gustase, parecía una cosa superable.
Lo planteé en la mesa de la cocina como quien no quiere la cosa, y lo hablamos largo y tendido muchas veces a lo largo de los meses. Antes de llegar a ese 30 de marzo, pasé por muchas fases. Por pensar que seis años eran demasiados (y los diez u once que son en realidad ya ni te cuento), por considerar que Enfermería podría gustarme más (por llegar a decidirme por Enfermería, de hecho). Por preguntarme a mí misma que si estaba loca cuando veía heridas en la tele y apartaba la vista sin poder evitarlo. Por empezar a esforzarme en no hacerlo, por intentar acostumbrarme a la sangre falsa de las películas. Por hablar con médicos y enfermeros. Por pensar mucho. Por leerme todas las carreras de España en ratos muertos entre clase y clase y durante ellas, tratando de buscar una opción mejor, aunque la mirada siempre se me acabase yendo a Medicina. Por tener miedo, porque todo el mundo dice que es una carrera vocacional. Y a mí me interesaba, pero no era mi vocación, no era mi único deseo, mi razón de vivir. Era una carrera, sin más. Otra opción.
Ese 30 de marzo me decidí, entre otras razones, porque una chica rubia de tercero de Medicina me habló con pasión de la carrera. Me dijo una frase que no olvidaré nunca: la vocación se gana. Y lo dijo con tanta vehemencia y convicción que no pude evitar creerla.
Durante el primer mes de curso, pensé que me había equivocado. Iba a clase y no me enteraba de nada. Llegaba a casa, intentaba leer los apuntes con tranquilidad, y me enteraba de todavía menos. Y después veía a todo el mundo súper emocionado por haberle quitado grasa a un cadáver y yo echaba de menos esa supuesta vocación que sentía que debería tener. Porque me parecía interesante ver el cuerpo humano por dentro, pero no me habría quedado allí toda la tarde diseccionando un brazo sin notar el tiempo pasar. Yo, a las tres horas de oler a muerto, ya tenía ganas de que fuera la hora de comer.
No sé en que momento me enamoré de la carrera. Miento, en realidad sí lo sé. Fue mientras estudiaba la articulación del hombro. Un jueves cualquiera en clase de Anatomía a las ocho de la mañana, quedándome medio dormida mientras escuchaba a RV hablar de meniscos y ligamentos, e intentaba tomar unos apuntes medianamente decentes. Ahí, rodeada de personas que también se estaban quedando dormidas, sonreí y pensé: "Me encanta lo que estoy haciendo.".
Pero creo que ha sido durante estas últimas semanas cuando he encontrado esa vocación de la que tanto hablan. Me sorprendió lo que sentí en el momento en el que me dijeron que estaban contratando a gente de sexto para afrontar la situación que se nos viene encima. Envidia. Ganas de ser yo. No quiero estar en casa. Quiero estar caminando en bata blanca por los pasillos del hospital. Hablar con los familiares, atender a los pacientes. Quiero ser de las personas a las que van dirigidas los aplausos de las ocho. Y no por los aplausos, aunque a todo el mundo le gusta que le aplaudan, sino por todo lo que estaríamos consiguiendo. Por ser parte de ello.
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